martes, 21 de febrero de 2017

“Haz lo que dices”.

“Haz lo que dices”

¿Un mundo sin promesas…?
Cumplir lo prometido y hacer lo que se dice.

Por
Edwin Botero Correa

Ya no parece insólito, pero lo es: cada vez más las promesas están a la orden del día. Como si un extraño sortilegio alimentara su fuego, estas aumentan a la par que lo hacen las mentiras.

Nuestra sociedad hiperactiva subsiste en medio de una ebullición política que se atiza aún por fuera del fragor de la contienda electoral, en el que mentiras y promesas han escalado hasta llegar a ser sinónimos.

Y aunque todos sabemos que después sobrevendrán los fiascos, con su inevitable lastre de frustración y desconfianza; aunque podamos entender que estos serán apenas la consecuencia natural del pregón que con notas casi mesiánicas hacen de sus mentiras los politicastros, avivatos y negociantes que pululan en el hervidero en que se ha convertido el mundo, parece no importarnos.

Pero una cosa es que aún no hayamos podido encontrar una salida, y otra muy distinta que no la haya. Engañados, ya no salimos a buscarla. Hay una postración, un no atreverse, una falsa resignación que paraliza; un estancamiento -quizá por el peso del desencanto-, que nos ha dejado ciegos e inermes ante la espesa bruma de la grandilocuencia, la demagogia y el populismo. La humanidad se resigna a la quietud y se solaza en el absurdo, mientras la oscuridad comienza a envolverlo todo bajo su manto siniestro.

Esta, que ha sido tal vez la tentación más recurrente de todos los tiempos, también ha sido ya reconocida, combatida y derrotada con anterioridad, incluso por la poesía. Con razón, comprendiendo la astucia de unos, y conociendo el vacilante corazón de los otros, exclamó en su tiempo el poeta Horacio:

«Con dolores de parto el monte brama,
y al fin pare un ratón».

Retomando casi literalmente sus palabras, el fabulista español Félix María de Samaniego escribió siglos después unos breves versos titulados «El Parto de los Montes», a los que adosó estos otros:

«Hay autores que en voces misteriosas,
estilo fanfarrón y campanudo,
nos anuncian ideas portentosas;
pero suele a menudo
ser el gran parto de su pensamiento,
después de tanto ruido, sólo viento».

Así ha sido siempre. La diferencia estriba en que la mentira ya no es patrimonio exclusivo de politiqueros y de sofistas. Ésta parece haber permeado nuestras estructuras mentales, morales y sociales, hasta penetrar en eso que algunos llaman “el inconsciente colectivo” y luego en nuestras costumbres, transformando así el “éthos” y, con éste, el “modus vivendi” y el “modus operandi” de nuestra sociedad, a través de las promesas.

Que haya promesas, es algo natural, pues el compromiso -“con promesa”- es el fundamento de las relaciones, el que da origen a las instituciones y el que garantiza su estabilidad. Pero que abunden, es inaudito.

Que la ligereza para hacerlas sea el expediente que mantenemos en la punta de la lengua para salir de apuros, para contentar a otros o para lograr que hagan lo que esperamos, ya no sólo es grave, sino vil. Y peor aún es que este nuevo “orden” de cosas se traslade a los ámbitos de lo cotidiano: al hogar, a la amistad, al trabajo…, en los que la palabra se ha convertido en el recurso por excelencia para engatusar a propios y extraños.

A la mentira tenemos que desterrarla de nuestras vidas. Porque es precisamente a partir de ella, de las palabras vanas, de la falta de consideración y de respeto hacia el otro, de donde surge la desconfianza que marca el tono de las relaciones en la sociedad actual, en la que ya nadie espera nada de nadie, hastiados como estamos de promesas y de palabras deslumbradoras a las que alguna vez estuvimos sujetos y expectantes, pero que jamás se cumplieron.

Aunque el utilitarismo impone la mendacidad en función de la conveniencia inmediata, ésta no marcaría el tono de nuestras relaciones ni tendrá la última palabra en nuestras vidas, si nos decidimos a ser veraces y la rechazamos de plano en nuestro fuero interno y en nuestra conducta.

Por ello, convendría mucho -como primer paso-, aprender a ser más discretos en lo personal; y, en lo concerniente al trato con los demás, aún más respetuosos. Es decir, a evitar hacer promesas, y aún a no hacerlas, sino únicamente cuando por la gravedad o sacralidad del asunto en cuestión así corresponda.

Pero de modo paralelo -y superior- a la mentira coexiste, prevalece, está vigente y tiene su propio peso la verdad, a la que se hace indispensable volver. Sí, la Verdad, que establece un auténtico Orden Moral.

A esta nos remitimos, pues aporta la suficiente y necesaria luz para aclarar el tema; nos ayuda a estimar mejor las consecuencias de ese mundo de artificios verbales en el que nos movemos; y, especialmente, a captar la importancia de volver a las fuentes en las que es posible superarlo.

En Hebreo, el término “Palabra” designa a la Persona en su Integridad, en toda su compleción y plenitud. Es una expresión colmada de sentido, y cuando alguien se refiere a “la palabra” o “da su palabra”, ello significa que dicha persona se da íntegramente a sí misma, que se compromete absolutamente y por entero.

La Persona es su propia palabra, es lo que dice; y ello se refiere tanto al tono, a la calidad y altura de sus expresiones, es decir, al contenido de sus conversaciones, como a su grado de coherencia. En consecuencia, la persona es la unidad, la integridad indisoluble entre lo que habla y lo que cumple, que es lo que finalmente expresa la plenitud de su ser, su condición de “individuo”, es decir, su indivisibilidad e individualidad, que -en términos filosóficos; ontológicos y éticos, para ser más precisos- la cultura occidental ha consignado en la famosa sentencia: “el acto sigue al ser”.

De modo que se es plenamente persona en tanto hay una real cohesión entre lo que se dice y lo que se hace. Y se degrada a sí mismo y denigra de sí, de su auténtica condición humana y estatura moral, quien niega y contradice con sus hechos, quien no cumple lo que ella misma dice. Por ello, quizá, la sabiduría popular afirma con cierta sorna e ironía: “cada cual habla de lo que le gusta”, que vendría a ratificar aquello de que cada quien, con su hablar, expresa lo que es.

De allí que en toda la riqueza de nuestra tradición judeocristiana y grecolatina, la palabra siempre haya sido apreciada y estimada como un Don Sagrado: Dios lo hizo todo a través de La Palabra.

Luego de su conversión, y habiendo sido criado en la indiferencia religiosa más absoluta, en un clima de “ateísmo perfecto” -según lo expresaba él mismo-, el afamado periodista y escritor francés André Frossard no dejaba de asombrarse ante este hecho, y se refería a él con un respeto que rayaba en la contemplación: “basta un pensamiento de Dios, y de pronto bulle y aletea una criatura en el agua, en el aire o en la tierra”, decía. Dios crea a través de Su Palabra.

Con San Juan, nos enteramos de una realidad mucho más excelsa: El verbo -el logos, La Palabra- estaba en Dios, y El Verbo era Dios”, según lo narra en el sublime prólogo de su Evangelio. Y “El Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros”. Es decir, que el Dios invisible se hizo visible, nos mostró su rostro y se hizo presente, a través de Su Palabra.

Más adelante, Jesús mismo ratifica cómo la palabra es tan sagrada, que de cada una de ellas -advierte-, especialmente de las “necias”, habremos de “rendir cuentas”. Insiste en la necesidad que tenemos de “ser prontos para escuchar, y lentos -muy lentos- para responder”. Nos enseña que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Y nos insta a que nuestra respuesta sea cuando es sí y No cuando es no”, porque todo lo demás “lo añade el diablo”.

Entre los relatos del Génesis, al comienzo del Antiguo Testamento, descolla de manera especial uno que impresiona por la forma como presenta la discordancia que hay entre la trivialidad del lenguaje humano y la sobriedad de las palabras divinas.

Ocurre que cuando Abrahán es visitado por tres ángeles en los que reconoce la presencia de Dios, éste les invita a sentarse diciéndoles que les lavará los pies, que les brindará agua, que mandará a cocer para ellos unas tortas de harina y se las servirá, que ordenará a sus criados disponerlo todo inmediatamente para atenderlos. Entonces, con una concisión admirable, éstos le responden: «Haz lo que dices».

Así, quien pasó a llamarse “Abraham” y fue consagrado como “el Padre de la Fe”, además de las Promesas recibidas, experimentó en sí mismo la conmoción propia de los hijos de Dios cuando descubren que existe una auténtica dimensión moral, que rige la conducta humana.

En contraste, en un mundo de promesas rotas y en el que prevalece la mentira, sólo la Palabra y las promesas Divinas parecen tener sentido, y eso únicamente entre quienes aún les conceden alguna credibilidad; quienes asumen que Dios, que es la Verdad, es fiel y no puede mentir, y por eso puede hacer promesas: porque no puede fallar.

«Haz lo que dices». El sólo hecho de que estas palabras casi imperceptibles dentro del relato hayan sido consignadas en la Sagrada Escritura, demuestra que Abraham se cuidó muy bien de hacerles comprender a sus descendientes el valor de dicha expresión como uno de los más preciados tesoros de aquella visita del cielo, y de legarles la plenitud del sentido que entrañan.

Sólo cuatro palabras, las justas para haberlo dejado atónito y, con estupor, grabarlas en su corazón. Aquellas palabras calaron hondo en su conciencia, y modelaron para siempre su modo de pensar, de hablar y de proceder.

Un legado para apreciar la auténtica valía de una persona, en medio de la vanidad y de la banalidad reinantes: integridad y coherencia. Que -como aún se dice entre los españoles, tan políticamente convulsos y de los que en realidad no estamos tan distantes- “más vale un gramo de hacer que un kilo de decir”.