Por Edwin Botero Correa
Desde cuando Charles Dickens publicó en 1.843 la que llegaría a ser su
obra más famosa, «Un Cuento de Navidad», su vigencia no sólo prevalece
sino que crece, pues aún logra tocar algunas fibras que invitan a recobrar lo
que nos queda de sensibilidad humana y de solidaridad.
Pero más allá de su innegable actualidad, esta admirable historia, y
muchas otras obras literarias que se establecieron como referentes de auténtica
humanidad, ya no influyen en la modelación de nuestra conducta ni en la de la
sociedad, como han dejado de hacerlo la educación y los valores que la
cimentaban.
Una risita condescendiente se dibuja y asoma apenas en los rostros de
nuestros niños cuando les referimos las otrora épicas historias de la
Literatura Universal cargadas de enseñanzas. Hoy, si no están avaladas por una
versión cinematográfica cuyo entramado se teje sobre las pasiones más abyectas
y execrables, es como si no existieran. Hay que ver la diferencia de carácter
que media entre la Caperucita o la Blanca Nieves literarias originales a las
del cine.
Sí. Lo que Dickens denunció en su tiempo se queda corto ante la
degradación de hoy, que marca la que se considera ya como la caída inevitable
de la misma Civilización no sólo Occidental, sino Humana. A manera de muestra,
sólo en Colombia podríamos mencionar los siguientes hechos:
Y tres veces
le ha dicho Santos al mundo, con su proverbial grandilocuencia, parafernalia y
campanas al viento, que “hoy el país amaneció en paz”. Pero la
realidad es tozuda, y ahí están los hechos de “los protagonistas de la
paz” -de uno u otro lado- para ratificarlo.
Mientras
tanto, los colombianos nos levantamos cada día a afrontar la vida o a pensarla,
según se nos presenta, siempre dentro del marco de tan idílicas promesas y el
contraste de nuestra abrumadora realidad.
2.
Noticias
Caracol titula: “No pudo ni el Papa”.
¿Hablaban de
Paz? Aunque ya se sabe que Santos buscaba una bendición individual que de
alguna manera canonizara y le diera valor de eternidad al Nobel recibido, esta
vez imperó la discreción de la diplomacia vaticana que supo sobreponerse a la
tentación de la unilateralidad, y en cambio reconoció el importante papel de
Uribe y de la oposición -que ya no sólo es Uribista- en la
estabilidad del país.
¿Qué
esperaban algunos de esa reunión? Alinear a Uribe no hubiera logrado nada en
favor de la paz, y en cambio sólo habría servido para legitimar a Santos, justo
cuando sus actuaciones políticas, administrativas y jurídicas, aún en nombre de
la paz, deben ser aclaradas. De ello no podrán librarlo ni el Nobel ni El
Vaticano.
3.
Durante uno
de los discursos propios del periplo verbal en el que se ha convertido el tema
de la paz, Santos -con la ampulosidad que lo caracteriza- anunció:
“Sin conflicto con las Farc, nos disponemos a ser la despensa
alimentaria del mundo”.
¡Por Dios!
Cuánta vanidad y extravagancia. No le alcanza la mano hasta La Guajira para
llevar agua potable, calmar el hambre, acabar la desnutrición y la mortalidad
infantil, o para intervenir ante el proselitismo armado en las desérticas y
premonitorias inmediaciones del municipio de Conejo, y tan “manguiancho” ahora
prometiendo alimentar al mundo.
Pura
palabrería populista y mesianismo ante el mundo, mientras el futuro de los
colombianos se cuece entre el desbordado gasto público, la burocracia oficial,
el déficit fiscal, la reforma tributaria, la colusión de poderes, la
desestabilización institucional, el atropello a la Constitución y el
derribamiento de la Democracia. En una palabra, entre el asalto a lo público y
al Bien Común.
4.
Pretender
alcanzar la Paz y construir “un nuevo país” sobre un régimen y una diplomacia
de mentiras.
Lo señaló
Gustavo ÁIvarez Gardeazábal:
“En los
últimos años el país se ha ido acostumbrando a las mentirillas.
Para ello ha contado con el apoyo de varios elementos del talante nacional,
que traicionaron sus convicciones y su manera de ser y nos
fueron llevando, lenta pero inexorablemente, a ser un país engañado.
En primer
lugar el régimen de las mentirillas que terminamos por aceptar fue
promovido por el actual gobernante. Ha dicho tantas mentiras y ha montado
tan falsas promesas, que nadie terminó por creerle” (Publicado en ADN, el 20 de diciembre de 2016).
Por fuera de nuestra patria, tenemos la guerra en Siria y los conflictos
en Oriente Medio; los atentados terroristas en Europa; el asesinato del
embajador ruso en Turquía; las oleadas de “migrantes” que se comportan como
auténticas hordas invasoras con actos vandálicos y barbarie incluidas; la
vociferación pseudo libertaria, indigenista y socialista de las “naciones
hermanas” de nuestra utópica América Unida; las amenazas nucleares de países
como Irán y Corea del Norte; o las tensiones “diplomáticas” entre potencias
armadas hasta los dientes como USA, Rusia o China.
Estas son algunas de las realidades profanas más punzantes, que no nos
dejan vivir ni dormir en paz. Y ocurren en una época en la que reina una
abundancia material y tecnológica sin precedentes. Efectivamente, ya no son una
“civilización” o un imperio, sino el mundo mismo el que asiste a su propia
decadencia. De tal declive dan cuenta los hechos.
En medio de todo este panorama nos preguntamos si tal vez fuimos
nosotros a quienes nos arrebataron la edad de la inocencia, si nos dejamos
seducir y lo permitimos. Tal vez debamos reconocer que hemos renunciado a los
Principios y, al hacerlo, removimos nuestro andamiaje humano y social de su
propio quicio.
Pero también caben otras preguntas: ¿Aún puede haber lugar para la
esperanza? ¿En dónde obtendríamos una respuesta? Quizá si establecemos un contraste
entre dichas realidades y atendemos al valor de las más sublimes, podríamos
aventurar una salida.
Comencemos por afirmar que no hay ética ni estética posible
si no están vinculadas a la realidad espiritual. Resulta
paradójico constatar cómo los hechos profanos dan perfecta cuenta del estado de
las realidades superiores, no en cuanto a sí mismas, sino en el corazón de las
personas, en el de los pueblos, en el de los gobernantes, en los de los
gobernados y en el de las sociedades.
Ante el contraste, lo primero que viene a la mente es la balada que
narra la aparición del fantasma de Marlin y los escrúpulos de Scrooge, que en
su tiempo removió con fuerza las conciencias, pero que hoy resulta claramente
exigua para mover siquiera un ápice de su sopor a la humanidad. Dicha historia,
además, nos recuerda aquella clarísima y escueta advertencia de Jesús: “Si
no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso, ni aunque resucite un
muerto” (Lucas 16, 31). Y habida cuenta de la situación, hoy menos que
nunca.
Pero es precisamente la Navidad la única realidad que podría restituir
al hombre su grandeza y volver a situar la historia dentro de su órbita
natural. Y lo es, en tanto es así mismo la más sublime de todas las realidades
espirituales, debido a la grandeza del misterio que encierra.
Por ello no es viable una reafirmación ni una expresión literaria y
pedagógica de la Navidad, si no está referenciada en lo que constituye su
origen, su esencia y su razón de ser. Sin esta ineludible consideración
espiritual, no sería posible la Navidad. A esta se han plegado los grandes
literatos, incluso ateos, de todos los tiempos, que -sobreponiéndose a sus
escrúpulos racionalistas- han buceado allí, y han descrito cómo “la
fuerza del Misterio es capaz de imponerse a la libertad humana sin violentarla” (Expresión
citada aquí).
Comencemos por Juan Manuel de Prada, quien en su artículo del 18 de
diciembre titulado ¡Feliz
Navidad!, escribe:
«Decía
Chesterton que en Navidad celebramos un trastorno del universo. Adorar a Dios
significaba hasta la Navidad alzar la mirada a un cielo inabarcable que nos
estremecía con su vastedad; a partir de la Navidad, adorar a Dios significa
dirigir la mirada hacia el interior de una cueva lóbrega, para reparar en la
fragilidad de un niño que llora en un pesebre. Las manos inmensas que
habían modelado el universo se convierten, de súbito, en unas manos diminutas
que tiemblan en el frío de la noche y buscan el calor del pecho de su Madre».
Para quienes somos creyentes -y aún para quienes no lo son-, el
milagro más grande después de la Transubstanciación en la Sagrada Eucaristía,
es que Dios se hubiera hecho hombre, y que para ello hubiese dispuesto tener
una Madre, que no podía ser sino una criatura "plena de gracia". En
eso consiste la Navidad. Es Dios quien lo hace. Y tan Omnipotente es, que puede
hacerse hombre, venir al mundo como lo hacemos todos los hombres, y mantener Su
Divinidad intacta, por Amor, que es la cima de la locura.
Continúa Juan Manuel de Prada:
«Divinidad y
fragilidad habían sido hasta ese momento conceptos antitéticos; pero la Navidad
los obliga a juntarse […] y subvierte por completo nuestras categorías
mentales. Los hombres, que desde la noche de los tiempos se habían arrodillado
ante la furia apabullante de los elementos, deciden arrodillarse de repente
ante un recién nacido, mucho más pequeño y desvalido que ellos mismos, pues ni
siquiera ha podido ser alumbrado en una posada. Ante una tempestad o una lluvia
de estrellas uno puede arrodillarse con miedo; ante un niño que ha nacido en
una cueva, como un proscrito, uno sólo puede arrodillarse con amorosa y
emocionada piedad.
[…] Al
asumir Dios la fragilidad de la naturaleza humana, se inauguró una nueva era de
la Humanidad, que desde entonces pudo entender mejor el sentido sagrado de la
compasión; pues, desde el momento en que Dios se había hecho frágil
como nosotros mismos, resultaba más fácil abrazar la fragilidad del prójimo […].
Por eso la
Navidad puede considerarse una fiesta de locos rematados; y por eso, cuando
falta el manantial originario de esa locura, se convierte en una fiesta
indecente, puro sentimentalismo vacuo que revuelve las tripas y estraga el
alma, por mucho que finjamos alegría y regocijo (o, sobre todo, cuando fingimos
alegría y regocijo). Pues deja de ser verdadera fiesta, para convertirse en un
aspaviento disfrazado de algarabía, atracón de turrones y vomitera nocturna;
una sórdida orgía consumista, aderezada con unas dosis de humanitarismo de
pacotilla».
Cuando el sentido de la Navidad es auténtico, es cuando entre las
personas y las familias se comparten todas esas oraciones, esas meditaciones,
esas canciones..., todas esas comidas y buenos sentimientos. Es como si, por
inspiración Divina, la humanidad sacara lo mejor de su corazón y, en un
repertorio inagotable, estuviésemos dispuestos a compartirlo sin fin y sin
medida. ¿Qué nos pasa el resto del año? Ah... ¡Si todos los días fuesen
Navidad!
Jean-Paul Sartre escribió en prisión una breve obra teatral titulada
“Barioná, el hijo del trueno (Misterio de Navidad)”, que fue representada por
un grupo de presos en un campo de concentración alemán en 1940, y que apenas
aparece como apéndice en su recopilación de obras teatrales. Recordando lo que
significó dicho acontecimiento, escribe:
«Mi primera
experiencia teatral fue particularmente afortunada. Mientras estaba prisionero
en Alemania en 1940, escribí, puse en escena e interpreté una obra de Navidad
que, consiguiendo esquivar la vigilancia del censor alemán por medio de
símbolos sencillos, se dirigía a mis compañeros de cautiverio (…) en aquella
ocasión, al dirigirme a mis compañeros por encima de las luces de las
candilejas y hablarles desde su condición de prisioneros, les vi de repente tan
realmente silenciosos y atentos que comprendí lo que el teatro tenía que ser:
un gran fenómeno colectivo y religioso».
El autor de la nota que
reseña esta obra de Sartre, dice: “No deja de ser paradójico que el
autor más ‘confesionalmente ateo’ del siglo XX escribiera la que es, quizá, la
mejor descripción literaria del Misterio de la Encarnación”. Así se refiere
el mismo Sartre a su obra:
«...Se
trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un
tema que pudiera hacer realidad, esa noche de Navidad, la unión más amplia
posible entre cristianos y no creyentes».
Y quien la reseña, reitera: “La obra, como casi todas las de
Sartre, se lee con facilidad y ritmo, resulta de una gran belleza y está
cargada de emoción, de misterio, de esperanza. Se podría decir que la esperanza
es la columna vertebral de todo el argumento. Es un libro precioso para
acercarse, en este tiempo, al Misterio de la Encarnación”.
Pues nótese cómo ese tema de unión entre cristianos y no creyentes, se
refería no a una realidad profana, como un acuerdo de paz en medio de la
guerra, sino a la más sublime y espiritual: el Misterio de la
Encarnación, que da origen a La Navidad.
A continuación, un breve extracto de esta obra,
publicado por J. Jesús García y García en EL OBSERVADOR DE LA ACTUALIDAD, No. 389 del 22 de diciembre de 2002:
«Como hoy es
Navidad, tiene usted derecho a exigir que se le muestre el nacimiento. Aquí
está. Aquí está la Virgen y aquí está José y aquí está el Niño Jesús. Pero
escuche: no tiene más que cerrar los ojos y le diré cómo los veo dentro de mí.
La Virgen está pálida y mira al Niño. Lo que habría que pintar sobre su rostro
sería una admiración ansiosa que sólo apareció una vez sobre una figura humana
porque Cristo es su Hijo, la carne de su carne y el fruto de sus entrañas. Lo
llevó nueve meses y le dará el seno, y su leche se convertirá en la sangre de
Dios. Y, por momentos, es muy fuerte la tentación de que olvide que Él es Dios.
Lo aprieta en sus brazos y dice: ¡Mi pequeño! Pero en otros momentos permanece
toda sobrecogida y piensa: Dios está aquí. Todas las madres se detienen así por
momentos ante ese fragmento de su carne que es su hijo y se sienten en exilio
ante esa vida nueva que se ha hecho con su vida y a la que habitan pensamientos
extraños. Pero ningún hijo ha sido más rápidamente arrancado a su madre, porque
Él es Dios y sobrepasa por todas partes lo que ella puede imaginar.
Hay otros
momentos, rápidos y escurridizos, en que siente a la vez que Cristo es su hijo,
su pequeño de ella, y que es Dios. Lo mira y piensa: 'Este Dios es mi hijo.
Esta carne es mi carne. Está hecho de mí, tiene mis ojos y esta forma de su
boca es la forma de la mía. Se me parece. Es Dios y se me parece'. Y ninguna
mujer ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios pequeñito al que se puede
tomar en sus brazos y cubrir de besos, un Dios que sonríe y que respira, un
Dios al que se puede tocar y que vive. Y es en esos momentos cuando yo pintaría
a María, si fuera pintor, y trataría de expresar el aire de intrepidez tierna y
de timidez con la cual adelanta el dedo para tocar la suave pielecita de su
Hijo-Dios, del que siente sobre las rodillas el peso tibio y que le sonríe.
Esto en
cuanto a Jesús y en cuanto a la Virgen María. ¿Y José? A José no lo pintaría.
Sólo mostraría una sombra al fondo de la granja y dos ojos brillantes. Porque
no sé qué decir de José y José no sabe qué decir de sí mismo. Adora y es feliz
de adorar. Y toda la vida de José, me imagino, será para aprender a aceptar».
Esto es literatura, poesía…, y ética. A eso es a lo
que me refiero cuando hablo de realidades sublimes, que no se pueden
desvincular de su matriz espiritual.
La ética es racional, y su fuerza estriba en un pensamiento sujeto a la
Verdad de las realidades que lo trascienden. Nos remite a nuestra auténtica
naturaleza y a nuestra finalidad, a vivir y a asumir nuestra realidad concreta,
sin que en ello medien la mentira o el engaño. Nos lleva a descubrir el
propósito de nuestra vida, y le confiere toda la plenitud de sentido que
realmente tiene.
Por ello, como decía Víctor E. Frankl parafraseando a Nietzche: “El
que tiene un por qué, es capaz de encontrar el cómo”.
En ese cómo radica la estética. A las
realidades, luego de encontrarles su sentido, solía dárseles una salida
estética, expresiva y ordenada. Hoy no se comprende la realidad y, en
consecuencia, la única salida que se le da es convulsiva y desordenada.
Volviendo a Chesterton, éste decía:
«Quitad lo
sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural».
A lo que Juan Manuel de Prada adosa:
“Quitadle a
la Navidad su cataclismo sacro, ese trastorno del universo del que hablábamos
más arriba, y no encontraréis la verdadera fiesta, sino su parodia grotesca y
antinatural...
No hay
felicidad sin una aceptación íntegra de nuestra naturaleza, que incluye una
vocación religiosa; y tal vocación no se puede extirpar sin un grave menoscabo
de nuestra propia naturaleza”.
Por su parte, el escritor francés Georges Lenôtre (pseudónimo de
Théodore Gosselin), historiador y literato, dotado de una fina agudeza para
retratar la otra cara de la revolución francesa, en el cuento «El árbol de
Navidad del señor Auvrigny», se preguntaba a través de uno de sus
personajes:
«Cuando
dispongáis de tiempo, señor Birou, ya tendréis la amabilidad de explicarme cómo
puede ofuscar vuestros sentimientos igualitarios la imagen de un niño tendido
sobre la paja de un pesebre...».
También hoy muchos se plantean honestamente -y sin idealismos- la misma pregunta: ¿Cómo podría hacerlo? Si sólo Dios ES Paz, sólo Él puede concederla a través de Jesús, el único Príncipe y Señor de La Paz.
Al respecto, fue Andrè Frossard, reconocido periodista y escritor
también francés, heredero político de la revolución y educado en el más
perfecto ateísmo, quien afirmó:
«La fe es lo que permite a la inteligencia vivir por encima de sus
propias posibilidades».
De modo, pues, que es la propia razón la que invita
a sobreponerse ante las realidades profanas, y a resolverlas fijando la mirada
en las más sublimes; a salir del desierto atroz en el que no habitan la ética o
la estética; a pedir, como lo hizo Juan
Ramón Jiménez en su poema “Eternidades”:
«¡Inteligencia, dame
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas.
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!».
el nombre exacto de las cosas!
Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
que por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas.
¡Inteligencia, dame
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas!».
Es decir, que se vuelvan a escribir cuentos sobre la esencia de las cosas, que son los que verdaderamente enseñan. Para que las cosas sean lo que son: que un cuento, sea un cuento; un mensaje, un mensaje; un relato, un relato; y la Navidad, la Navidad… Sin cuentos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario