“Haz lo que dices”
¿Un mundo sin promesas…?
Cumplir lo prometido y hacer lo que se dice.
¿Un mundo sin promesas…?
Cumplir lo prometido y hacer lo que se dice.
Por
Edwin Botero Correa
Ya no parece
insólito, pero lo es: cada vez más las promesas están a la orden del día. Como
si un extraño sortilegio alimentara su fuego, estas aumentan a la par que lo
hacen las mentiras.
Nuestra sociedad
hiperactiva subsiste en medio de una ebullición política que se atiza aún por
fuera del fragor de la contienda electoral, en el que mentiras y promesas han escalado
hasta llegar a ser sinónimos.
Y aunque todos
sabemos que después sobrevendrán los fiascos, con su inevitable lastre de frustración
y desconfianza; aunque podamos entender que estos serán apenas la consecuencia
natural del pregón que con notas casi mesiánicas hacen de sus mentiras los
politicastros, avivatos y negociantes que pululan en el hervidero en que se ha
convertido el mundo, parece no importarnos.
Pero una cosa
es que aún no hayamos podido encontrar una salida, y otra muy distinta que no
la haya. Engañados, ya no salimos a buscarla. Hay una postración, un no
atreverse, una falsa resignación que paraliza; un estancamiento -quizá por el
peso del desencanto-, que nos ha
dejado ciegos e inermes ante la espesa bruma de la grandilocuencia, la demagogia
y el populismo. La humanidad se resigna a la quietud y se solaza en el absurdo,
mientras la oscuridad comienza a envolverlo todo bajo su manto siniestro.
Esta, que ha
sido tal vez la tentación más recurrente de todos los tiempos, también ha sido
ya reconocida, combatida y derrotada con anterioridad, incluso por la poesía. Con
razón, comprendiendo la astucia de unos, y conociendo el vacilante corazón de
los otros, exclamó en su tiempo el poeta Horacio:
«Con dolores de parto el
monte brama,
y al fin pare un ratón».
y al fin pare un ratón».
Retomando casi literalmente
sus palabras, el fabulista español Félix María de Samaniego escribió siglos después
unos breves versos titulados «El Parto de los Montes», a los que adosó estos otros:
«Hay autores que en voces
misteriosas,
estilo fanfarrón y campanudo,
nos anuncian ideas portentosas;
pero suele a menudo
ser el gran parto de su pensamiento,
después de tanto ruido, sólo viento».
estilo fanfarrón y campanudo,
nos anuncian ideas portentosas;
pero suele a menudo
ser el gran parto de su pensamiento,
después de tanto ruido, sólo viento».
Así ha sido
siempre. La diferencia estriba en que la mentira ya no es patrimonio exclusivo
de politiqueros y de sofistas. Ésta parece haber permeado nuestras estructuras
mentales, morales y sociales, hasta penetrar en eso que algunos llaman “el inconsciente
colectivo” y luego en nuestras costumbres, transformando así el “éthos” y, con éste, el “modus vivendi” y el “modus operandi” de nuestra sociedad, a
través de las promesas.
Que haya
promesas, es algo natural, pues el compromiso -“con promesa”- es el
fundamento de las relaciones, el que da origen a las instituciones y el que
garantiza su estabilidad. Pero que abunden, es inaudito.
Que la ligereza
para hacerlas sea el expediente que mantenemos en la punta de la lengua para
salir de apuros, para contentar a otros o para lograr que hagan lo que
esperamos, ya no sólo es grave, sino vil. Y peor aún es que este nuevo “orden” de
cosas se traslade a los ámbitos de lo cotidiano: al hogar, a la amistad, al
trabajo…, en los que la palabra se ha convertido en el recurso por excelencia
para engatusar a propios y extraños.
A la mentira
tenemos que desterrarla de nuestras vidas. Porque es precisamente a partir de
ella, de las palabras vanas, de la falta de consideración y de respeto hacia el
otro, de donde surge la desconfianza que marca el tono de las relaciones en la
sociedad actual, en la que ya nadie espera nada de nadie, hastiados como
estamos de promesas y de palabras deslumbradoras a las que alguna vez estuvimos
sujetos y expectantes, pero que jamás se cumplieron.
Aunque el
utilitarismo impone la mendacidad en función de la conveniencia inmediata, ésta
no marcaría el tono de nuestras relaciones ni tendrá la última palabra en
nuestras vidas, si nos decidimos a ser veraces y la rechazamos de plano en
nuestro fuero interno y en nuestra conducta.
Por ello, convendría
mucho -como primer
paso-, aprender a
ser más discretos en lo personal; y, en lo concerniente al trato con los demás,
aún más respetuosos. Es decir, a evitar
hacer promesas, y aún a no hacerlas, sino únicamente cuando por
la gravedad o sacralidad del asunto en cuestión así corresponda.
Pero de modo
paralelo -y superior- a la mentira
coexiste, prevalece, está vigente y tiene su propio peso la verdad, a la que se
hace indispensable volver. Sí, la Verdad,
que establece un auténtico Orden Moral.
A esta nos
remitimos, pues aporta la suficiente y necesaria luz para aclarar el tema; nos ayuda
a estimar mejor las consecuencias de ese mundo de artificios verbales en el que
nos movemos; y, especialmente, a captar la importancia de volver a las fuentes
en las que es posible superarlo.
En Hebreo, el
término “Palabra” designa a la
Persona en su Integridad, en toda
su compleción y plenitud.
Es una expresión colmada de sentido, y cuando alguien se refiere a “la palabra”
o “da su palabra”, ello significa que
dicha persona se da íntegramente a sí misma, que se compromete absolutamente y
por entero.
La Persona es
su propia palabra, es lo que dice; y
ello se refiere tanto al tono, a la calidad y altura de sus expresiones, es
decir, al contenido de sus
conversaciones, como a su grado de coherencia. En consecuencia, la persona es
la unidad, la integridad indisoluble
entre lo que habla y lo que cumple, que es lo que finalmente expresa la
plenitud de su ser, su
condición de “individuo”, es decir, su indivisibilidad
e individualidad, que -en términos
filosóficos; ontológicos y éticos, para ser más precisos- la cultura
occidental ha consignado en la famosa sentencia: “el acto sigue al ser”.
De modo que se es
plenamente persona en tanto hay una
real cohesión entre lo que se dice y
lo que se hace. Y se degrada a sí mismo y denigra de sí, de su auténtica condición
humana y estatura moral, quien niega y contradice con sus hechos, quien no
cumple lo que ella misma dice. Por ello,
quizá, la sabiduría popular afirma con cierta sorna e ironía: “cada cual habla de
lo que le gusta”, que vendría a ratificar aquello de que cada quien, con su hablar, expresa lo que es.
De allí que en
toda la riqueza de nuestra tradición judeocristiana y grecolatina, la palabra siempre haya
sido apreciada y estimada como un Don
Sagrado: Dios lo hizo todo a través de La
Palabra.
Luego de su
conversión, y habiendo sido criado en la indiferencia religiosa más absoluta,
en un clima de “ateísmo perfecto” -según lo
expresaba él mismo-, el afamado
periodista y escritor francés André Frossard no dejaba de asombrarse ante este
hecho, y se refería a él con un respeto que rayaba en la contemplación: “basta un pensamiento de Dios, y de pronto
bulle y aletea una criatura en el agua, en el aire o en la tierra”, decía. Dios crea a través de Su Palabra.
Con San Juan, nos enteramos de una realidad mucho más
excelsa: “El verbo -el logos, La
Palabra- estaba en
Dios, y El
Verbo era Dios”, según lo narra en el
sublime prólogo de su Evangelio. Y “El
Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros”. Es decir, que el Dios invisible
se hizo visible, nos mostró su rostro y se
hizo presente, a través de Su
Palabra.
Más adelante,
Jesús mismo ratifica cómo la palabra es tan sagrada, que de cada una de ellas -advierte-,
especialmente de las “necias”, habremos
de “rendir cuentas”. Insiste en la
necesidad que tenemos de “ser prontos
para escuchar, y lentos -muy lentos- para responder”. Nos enseña
que “de la abundancia del corazón habla la boca”. Y nos insta
a que nuestra respuesta sea “Sí cuando es sí
y No cuando es no”, porque todo lo demás “lo añade el diablo”.
Entre los
relatos del Génesis, al comienzo del Antiguo Testamento, descolla de manera
especial uno que impresiona por la forma como presenta la discordancia que hay entre
la trivialidad del lenguaje humano y la sobriedad de las palabras divinas.
Ocurre que cuando
Abrahán es visitado por tres ángeles en los que reconoce la presencia de Dios, éste
les invita a sentarse diciéndoles que les lavará los pies, que les brindará
agua, que mandará a cocer para ellos unas tortas de harina y se las servirá,
que ordenará a sus criados disponerlo todo inmediatamente para atenderlos. Entonces,
con una concisión admirable, éstos le responden: «Haz lo que
dices».
Así, quien
pasó a llamarse “Abraham” y fue consagrado como “el Padre de la Fe”, además de las
Promesas recibidas, experimentó en sí mismo la conmoción
propia de los hijos de Dios cuando descubren que existe una auténtica dimensión
moral, que rige la conducta humana.
En contraste,
en un mundo de promesas rotas y en el que prevalece la mentira, sólo la Palabra
y las promesas Divinas parecen tener sentido, y eso únicamente entre quienes
aún les conceden alguna credibilidad; quienes asumen que Dios, que es la
Verdad, es fiel y no puede mentir, y por eso puede hacer promesas: porque no
puede fallar.
«Haz lo que dices».
El sólo hecho de que estas palabras casi imperceptibles dentro del
relato hayan sido consignadas en la Sagrada Escritura, demuestra que Abraham se
cuidó muy bien de hacerles comprender a sus descendientes el valor de dicha
expresión como uno de los más preciados tesoros de aquella visita del cielo, y de
legarles la plenitud del sentido que entrañan.
Sólo cuatro
palabras, las justas para haberlo dejado atónito y, con estupor, grabarlas en su
corazón. Aquellas palabras calaron hondo en su conciencia, y modelaron para
siempre su modo de pensar, de hablar y de proceder.
Un legado para apreciar la auténtica valía de una persona, en medio de la vanidad y de la banalidad reinantes: integridad y coherencia. Que -como aún se dice entre los españoles, tan políticamente convulsos y de los que en realidad no estamos tan distantes- “más vale un gramo de hacer que un kilo de decir”.