Tomado y adaptado de un texto publicado
en el sitio web de Alberto Villasana
Sólo
Jesucristo es el dador de la verdadera Paz, y la suya es totalmente distinta a
la que ofrecen el mundo y los políticos: "La paz os dejo, mi paz os doy;
no como el mundo la da os la doy Yo" (Jn 14, 27).
La
suya es verdadera pues proviene de la conversión del corazón y de la
reconciliación con el Padre, la cual es posible porque Jesucristo nos redimió
con los méritos de su pasión, muerte y resurrección. Jesús nos liberó de la
esclavitud del pecado y de la consiguiente falta de paz interior: "Y que la paz de Cristo reine en
vuestros corazones, a la cual fuisteis llamado en un solo cuerpo..."
(Col 3, 15).
La
de Jesús no es una paz de mera convivencia externa, fruto de haber renunciado a
la supremacía revelada y de haber aceptado la convivencia con otros credos o
ideologías. La suya es interna y transformadora de la mente y del espíritu: "Y la paz de Dios, que sobrepasa todo
entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo
Jesús" (Fil 4, 7).
La
paz de Jesús no depende de un frágil equilibrio de fuerzas religiosas,
políticas o ideológicas, sino de la gracia que Él mismo nos otorga. Fue lo
primero que concedió a sus atribulados discípulos después de su Resurrección: "Paz a vosotros".
La
paz de Jesús no es para todos: "No hay paz para los malos"
(Is 48, 22). Está reservada para el creyente, justificado por la fe en el Señor
Jesucristo: "Él es nuestra paz"
(Ef 2,14).
La
de Cristo es una paz que unificará verdadera e íntimamente a todos los pueblos,
como en el pasado realizó ya el milagro de unificar al pueblo judío y a los
pueblos gentiles en la Iglesia. Pero esa unificación se realiza en su propia
Sangre y solamente en ella: "Ahora,
por la sangre de Cristo, están cerca los que antes estaban lejos. Él es nuestra
paz, Él ha hecho de los dos pueblos, judíos y gentiles, una sola cosa,
derribando con su cuerpo el muro que los separaba: el odio. Él ha abolido la
ley con sus mandamientos y reglas, haciendo las paces, para crear en él un solo
hombre nuevo. Reconcilió con Dios a los dos pueblos, uniéndolos en un solo
cuerpo mediante la cruz, dando muerte al odio" (Ef 2, 13-16).
Por
ello, es absolutamente imposible confundir la Paz del Reino de Jesucristo, con
la falsa paz del mundo: sólo la sangre de Cristo puede dar muerte al odio para
posibilitar la paz y unificación humana verdaderas.
Veamos
qué diferente es la doctrina de la Iglesia, proclamada solemnemente por el Papa
Pio XII, a quien le tocó vivir el horror de la Segunda Guerra Mundial y quien
escribió una encíclica dedicada a la paz (y a combatir la herejía del
Irenismo):
"Tengan todos
presente que el acerbo de males que en los últimos años hemos tenido que
soportar se ha descargado sobre la humanidad principalmente porque la
Religión divina de Jesucristo, que promueve la mutua caridad entre los hombres,
los pueblos y las naciones, no era, como habría debido serlo, la regla de la
vida privada familiar y pública. Si, pues, se ha perdido el
recto camino por haberse alejado de Jesucristo, es menester volver a Él tanto
en la vida privada como en la pública. Si el error ha entenebrecido
las inteligencias, hay que volver a aquélla verdad divinamente revelada
que muestra la senda que lleva al Cielo. Si, por fin, el odio ha dado
frutos amargos de muerte, habrá que encender de nuevo aquel amor
cristiano, que es el único que puede curar tantas heridas mortales, superar tan
tremendos peligros y endulzar tantas angustias y sufrimientos" (Carta Encíclica Optatissima pax, de
1947).
Como
se puede ver, el Magisterio de la Iglesia tiene una altísima estima por la paz.
El nombre mismo de este documento, Optatissima pax, es muy
elocuente: "La paz tan deseada" deseo ferviente del Vicario de
Cristo, ante una guerra mundial que tuvo por objetivo militar incluso a El
Vaticano.
Pero
tan ardiente deseo no le hizo renunciar a su identidad católica, ni le llevó a
espurios compromisos. Por eso afirmó que si se llegó a los extremos tan crueles
de la Segunda Guerra Mundial fue porque los hombres se apartaron de la religión
divina de Jesucristo. No era, como debió haber sido, la regla de vida privada y
pública. A esa religión, dijo Pio XII, es necesario volver para que se encienda
nuevamente la caridad divina y se pueda sembrar la paz que proviene de lo alto.
Lamentablemente,
la propuesta que se antepone corresponde a la paz del mundo: el diálogo, la
convivencia, la negociación, la tolerancia, el entendimiento superador y la
hermandad interreligiosa, que no son más que una ilusión humanista, un
instrumento de astucia política que se quiere sumar a la de quienes deciden en
el mundo, una propuesta carente del sustento virtuoso de la religión de
Jesucristo, cuya caridad divina es la única que puede mover los corazones a
practicar la justicia, a perdonar, a lograr lo que ningún líder político ha
propuesto y que supera incluso el deber estricto de la justicia: amar al
enemigo en nombre del único Redentor.
El
Dios verdadero no es el mismo que adoran los no cristianos. Nadie puede adorar
al Padre eterno si no adora al Hijo: "Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí" (Jn
14, 6). Es decir, quien no proclama que Dios es el Padre del único y eterno
mediador, Jesucristo, Mesías de la humanidad, simplemente no puede llegar a Dios, y mucho
menos a la paz. La paz que se quiera construir sobre otro fundamento
fuera de Cristo es simplemente utopía endeble, transitoria, relativa e
irrisoria.
Lo
que nos ha enseñado el Magisterio de la Iglesia (no las prácticas irenistas) ha
sido siempre esto: no hay paz posible si no se acepta a Jesucristo
como Señor de las Naciones, y su doctrina como inspiración de las leyes de la
sociedad civil. No hay paz que pueda valer fuera de la caridad
de Cristo: será una paz de ejércitos, de acuerdos, de cementerios y campos de
concentración. Será una falsa paz que llegará incluso al exterminio de los que
resulten ser un obstáculo para ese entendimiento sincretista interreligioso que
es fruto de la simulación irenista.
Sabemos,
por la Biblia y las revelaciones de Fátima, que al final triunfará el
inmaculado Corazón de María, y que el Reino de Jesucristo será aceptado por
todo el mundo. Pero antes vendrá el engaño de la falsa paz.
Cuando
caiga toda la ficción irenista retornará el único, auténtico y eterno
"Príncipe de la Paz", Jesucristo nuestro Señor. En ese momento Jesús
nos devolverá, a quienes hayamos sido fieles al Magisterio, aquello que nos fue
quitado temporalmente: la paz. Y nos dirá, como cuando se apareció en medio de
sus discípulos que se encontraban temerosos y a puertas cerradas después de su
aparente derrota en la Cruz: "La paz con vosotros" (Jn
20, 26).
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